Cuando empecé mis vacaciones por Irlanda, me prometí
escribir algún que otro artículo sobre el país en cuestión, la idea original
era ir escribiendo poco a poco los días
que durara la excursión, pero acabaron
siendo unos días muy ocupados. Por eso os traigo una versión más mascada de la
impresión que me causó la isla, con el beneficio del poco tiempo que ha pasado,
para que los recuerdos sean recientes, y a la vez la visión global que otorga
la historia completa.
Desde luego, la primera impresión que tuve al llegar puede
no ser muy válida, porque aterricé en pleno Dublín, pero la cultura de un país
la conforman desde la anciana campesina de manos ajadas que carga paja en su
carreta, hasta el abogado de oficio que consulta constantemente su correo
mediante su móvil. Y este es el caso de Irlanda, que se trata de uno de los
países que mejor combinan tradición y modernidad, con lo que bien se puede
disfrutar de un guiso tradicional en una acogedora taberna de algún pueblo
remoto, como contar con los servicios de cuatro asistentes, dos cocineros y un
ama de llaves en el hotel más lujoso del país.

Uno de los aspectos más representativos de la isla son las
relaciones sociales, que se llevan a cabo en los omnipresentes pubs; creedme, yo soy de España y la
gracia con la que compartían pintas de Guiness en aquellos preciosos locales me
producía una dulce y agradable envidia. Decorados a la perfección, parecía no faltar
un detalle por cumplir; por no hablar de la música tradicional que inundaba
muchos de ellos a partir de las 9 de la noche. No es sorprendente, pues, que se
encontraran repletos de gente a casi todas las horas del día.

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